Era necesario rendir homenaje en un solo edificio, a todas las tradiciones de cultura del vino en la provincia toledana, acariciar desde los primeros bocetos del proyecto, todo el tratamiento constructivo posterior que lograra integrar el edificio dentro de esta pequeña localidad, embelleciendo el entorno con materiales extraídos de la misma zona.
La finca, aunque se encuentra situada al límite de la población, junto a una a una casa centenaria de la propiedad, se libera en plena naturaleza, ya que, las traseras de las edificaciones se abren al campo, donde se proyecta un viñedo de grandes dimensiones.
La integración de naturaleza, arquitectura, paisaje y vino conforman un conjunto armónico que parece enclavado en el tiempo con naturalidad, sin forces.
Toda la bodega está dentro de un imponente cerramiento de piedra natural y grandes puertas de madera, preámbulo de intuición de que algo majestuoso se alberga tras esos muros.
Se abren las puertas y aparece un edificio de más de noventa metros de longitud, con grandes porches, casi rectangular en planta, iniciado y finalizado por dos torreones laterales que pretenden dotar a la bodega de una simetría imperfecta dentro de un emplazamiento natural con una pendiente notable.
Una gran cúpula que en coronación alcanza los veinte metros, separa interiormente el lagar de la zona de embotellado en planta baja. Una cúpula donde la problemática constructiva versó en el diseño del grosor de los estructuras de descanso que soportan el empuje de los elementos que trabajan a compresión en la cubrición.
Desde una amplia escalera curva de gran ámbito se llega a la zona de crianza del vino, que se encuentra bajo rasante, donde espacios nuevos comunican con cuevas centenarias en las que tradicionalmente y de carácter anónimo se conservaron grandes caldos.
Las estructuras de hormigón quedan ocultas tras una gran labor de carpintería, cantería y alarifería.
Un templo del vino de casi cuatro mil metros cuadrados, una dionisiaca obra de arte que se mantendrá en el tiempo.